Era de noche cuando Derek Braddus retiró el correo de la casilla del frente de su nueva casa y revisó la correspondencia. Encontró el sobre dirigido a M/M Braddus con letra manuscrita y lo abrió. La carta, tipeada, parecía al principio el mensaje de bienvenida de algún vecino:
“Querido nuevo vecino en 657 Boulevard, permítanme darles la bienvenida al vecindario.”
Comenzaba el amable mensaje, pero las líneas siguientes le resultaron inquietantes:
“657 Boulevard ha sido el tema de mi familia durante décadas y a medida que se acerca su cumpleaños número 110, me han puesto a cargo de observar y esperar su segunda venida. Mi abuelo vigilaba la casa en la década de 1920 y mi padre observaba en la década de 1960. Ahora es mi momento. ¿Conoces la historia de la casa? ¿Sabes lo que hay dentro de las paredes de 657 Boulevard? ¿Por qué estás aquí? Lo averiguaré”.
Lo que seguía era aún peor.
Westfield está ubicada en Nueva Jersey, a apenas 45 minutos de Nueva York, y es la contracara de la ciudad a la que muchos consideran el ombligo del mundo. Sus 30.000 vecinos pertenecen en gran parte a familias acomodadas que han vivido allí de generación en generación o son matrimonios jóvenes con hijos que, sin alejarse demasiado de sus trabajos en la gran ciudad, buscan vivir en las casas señoriales que se desgranan por sus amplias calles arboladas, disfrutar de sus clubes de campo y sentirse seguros en un territorio donde casi no se registran delitos.
Hasta que ocurrió la verdadera historia de “Vigilante” (“The Watcher”) – sobre la cual se filmó la serie de ficción que hoy es un éxito en Netflix -, Westfield era una meca a la que no era fácil llegar. Hacía falta, más que nada, dinero, y mucho.
Hace unos años un ranking de Bloomberg ubicó a Westfield como la 99ª ciudad más rica de los Estados Unidos, y en 2014, cuando las cartas del Vigilante aún no habían tomado estado público, el sitio web NeighborhoodScout la clasificaba como la 30ª ciudad más segura del país.
Hasta entonces, la inseguridad en Westfield se reducía a alguna ratería sin importancia, disputas entre vecinos por algún ruido molesto y algún accidente menor. La única violencia estaba en la sorda puja por la compra de las pocas viviendas que estaban en venta, porque eran muchos los que querían vivir allí y muy pocas las casas disponibles.
En ese sentido, Derek y Mary Braddus, una joven pareja de treintañeros con tres hijos de 5, 8 y 10 años, podían considerarse triunfadores y afortunados cuando, en 2014, lograron comprar la casa de 657 Boulevard, una de las calles más cotizadas.
Los dos cumplían un sueño. Mary había nacido en Westfield, pero su familia ya no vivía allí, y siempre había querido volver. Derek era todo un ejemplo de triunfador: hijo de una familia obrera de Maine, buscó el éxito en Nueva York, donde su desempeño en una compañía de seguros lo había llevado a la vicepresidencia antes de cumplir 40 años.
Vivir en Westfield era para Mary volver a las fuentes, y para Derek una manera de mostrar con la solidez de los ladrillos su movilidad social ascendente.
Por eso no dudaron en endeudarse casi hasta los tuétanos para pagar 1.355.657 dólares por la casa señorial de 657 Boulevard, con cuatro baños, otros tantos dormitorios y dependencias sobre 353 metros cuadrados cubiertos y un amplio parque alrededor.
Mary había propuesto hacer refacciones antes de irse a vivir allí, para que todo estuviera perfecto.
En eso estaban – con una cuadrilla de obreros trabajando en el interior – cuando el 5 de junio de 2014 llegó la primera carta.
“La sangre joven que pedí”
Derek siguió leyendo, mientras sentía crecer un asombro mezclado con temor. El mensaje le recriminaba que estuviera haciendo refacciones: “Ya veo que has inundado 657 Boulevard con contratistas para que puedan destruir la casa como se suponía que debía ser. Tsk, tsk, tsk ... mala jugada. No quieres hacer infeliz a 657 Boulevard”, decía.
Y después llegaba lo peor:
“Tienes hijos. Los he visto. Hasta ahora creo que hay tres que he contado, ¿hay más en camino? ¿Necesitas llenar la casa con la sangre joven que pedí? Mejor para mí. ¿Era su antigua casa demasiado pequeña para la creciente familia? ¿O fue codicia traerme a tus hijos? Una vez que sepa sus nombres, los llamaré y los dibujaré también yo”, escribía el corresponsal anónimo.
Decía también que les había pedido a los dueños anteriores, los Wood, que llevaran sangre joven a la casa, y que se alegraba de que lo hubieran escuchado. “¿Quién soy yo?”, seguía con una pregunta retórica. Y la respondía: “Hay cientos y cientos de autos que pasan por 657 Boulevard cada día. Tal vez estoy en uno. Mira todas las ventanas que puedes ver desde 657 Boulevard. Tal vez estoy en uno. Mire por cualquiera de las muchas ventanas en 657 Boulevard a todas las personas que pasean cada día. Tal vez yo soy uno”.
“Bienvenidos mis amigos, bienvenidos. Que comience la fiesta”, terminaba la carta y, debajo estaba la firma, con la misma letra manuscrita del sobre: “El Vigilante”.
La casa que valía un dólar
Esa misma noche Derek llamó a la policía y le mostró la carta al detective Leonard Lugo, que primero se sorprendió y después le aconsejó que no le contaran a nadie de la carta, y menos a los vecinos, que eran los primeros sospechosos. Los Braddus ya habían conocido a algunos, los de las casas más cercanas. Al contrario de cómo los muestra la serie de Netflix, una verdadera banda de freaks, habían sido todos muy amables.
Derek también se puso en contacto con los dueños anteriores, porque en la carta El vigilante los mencionaba diciendo que les había pedido que trajeran “sangre joven”. Andrea Wood le contó que habían vivido 23 años en la casa y que nunca habían recibido una carta así hasta que pusieron el letrero de venta. Le dijo que era una carta rara, que no le habían prestado atención y que la habían tirado sin darle importancia.
Mary y Derek decidieron postergar la mudanza hasta descubrir quién El Vigilante. La policía no avanzaba, por lo que decidieron contratar a un detective privado. Tal vez la historia de la casa y de sus dueños anteriores les revelara la identidad del acosador.
No era descabellado, en la carta El Vigilante decía que su familia había vigilado la casa de 657 Boulevard durante generaciones.
Según las escrituras, en 1913, William H. Davies, que después sería alcalde, compró la casa recién construida por el insólito precio de un dólar, el mismo precio por el cual se la transfirió a su hijo Ernest y su nuera Frances en 1947, poco antes de morir. Quedaba claro que desde el principio la casa había sido objeto de negocios oscuros.
Cuatro años después, también por un solo dólar, los Davies le vendieron la casa del 657 Boulevard a Dillard y Mary Bird y a Nora Bird, madre de Mary.
En 1955, los Bird se la vendieron a Lawrence y Mary Holmes Schaffer. En la escritura no figuraba el precio de la venta, pero el hijo del matrimonio, Bill, recordaba que sus padres habían pagado 23.000 dólares por ella. En 1963, Seth y Floy Bakes le compraron la propiedad a los Schaffer por una cantidad que no se pudo averiguar.
Los Wood les pagaron a los Bakes 370.000 dólares por la propiedad el 29 de noviembre de 1990. Vivieron allí casi 24 años, hasta que en mayo de 2014 la pusieron en venta. La última semana de ese mes, con el cartel de “For Sale” clavado en el parque de la casa, recibieron la carta de El Vigilante y la descartaron sin darle importancia. Ya tenían la propiedad casi vendida por casi 1.400.000 dólares a los Braddus, que firmaron la escritura y tomaron posesión el 2 de junio, tres días antes de recibir la primera carta dirigida a ellos.
Más allá de la inflación y el desarrollo del mercado inmobiliario, en todos esos años el valor de las viviendas en Westfield había volado por las nubes.
Dos cartas más
Mientras tanto, llegaron dos cartas más al buzón de los Braddus, que seguían sin querer mudarse a la casa.
La segunda ya no estaba dirigida a M/M Braddus, sino a Derek Y Mary, y también mencionaba a los tres hijos por sus nombres.
El Vigilante parecía haber notado que dudaban en instalarse. “657 Boulevard está ansioso por que te mudes. Han pasado años y años desde que la sangre joven gobernó los pasillos de la casa. ¿Ya has encontrado todos los secretos que contiene? ¿Jugará la sangre joven en el sótano? ¿O tienen demasiado miedo de ir allí solos? Tendría mucho miedo si yo fuera ellos. Está lejos del resto de la casa. Si estuvieras arriba, nunca los escucharías gritar”, decía.
“¿Dormirán en el ático? ¿O dormirán todos en el segundo piso? ¿Quién tiene las habitaciones que dan a la calle? Lo sabré tan pronto como te mudes. Me ayudará a saber quién está en qué habitación. Entonces puedo planificar mejor”, seguía.
Y terminaba planteando un enigma: ¿Se trataba de alguien de una familia a la que los sucesivos propietarios de la casa debieron obedecer?
“Todas las ventanas y puertas en 657 Boulevard me permiten observarte y rastrearte mientras te mueves por la casa. ¿Quién soy? Soy el Vigilante y he estado en control de 657 Boulevard durante la mayor parte de dos décadas. La familia Wood te lo entregó. Era su momento de seguir adelante y amablemente lo vendí cuando se lo pedí. Paso muchas veces al día. 657 Boulevard es mi trabajo, mi vida, mi obsesión. Y ahora ustedes también son la familia Braddus. ¡Bienvenido al producto de tu codicia! La codicia es lo que trajo a las últimas tres familias a 657 Boulevard y ahora te ha traído a mí. Que tengas un feliz día de mudanza. Sabes que estaré mirando”.
Cuando le preguntaron, Andrea Wood negó rotundamente haber vendido la casa por órdenes de nadie. La relación de la mujer con los Braddus estaba tirante, ya que pretendían demandarla por haberles ocultado el problema del Vigilante para que compraran la casa.
La última carta llegó unas semanas después. Era breve: “¿A dónde has ido? 657 Boulevard te está extrañando”.
Para entonces, Derek y Mary Braddus habían decidido no mudarse jamás a la casa y sacársela de encima como pudieran.
“Vigilante”
El problema para vender radicaba en que la historia de las cartas se había filtrado y nadie tenía intención de habitar la casa. Las ofertas venían de agentes inmobiliarios y oportunistas que ofrecían la mitad o menos de su valor para esperar que la historia se olvidara y poder venderla con un gran margen de ganancias.
La policía acrecentaba su lista de sospechosos, pero ningún camino parecía llevar al Vigilante. Se investigó a otros oferentes que perdieron la compulsa con los Braddus, a todos los agentes inmobiliarios de Westfield, a los vecinos más cercanos.
Entre estos últimos, hubo una familia que la pasó mal. Peggy Langford tenía más de 90 años y varios de sus hijos adultos, todos de 60 años, vivían con ella. Para los vecinos, la familia era un poco extraña, pero inofensiva. Uno de los hijos, Michael, nunca había trabajado y su aspecto no concordaba con el atildado estilo de Westfield. Eso solo lo transformó en sospechoso.
“Esto nunca termina. Soy dueño de la maldita casa. Nos acusaron de hacer algo que no hicimos. ¿Alguna vez recibimos una maldita disculpa de la policía?”, se quejó años después Michael en una entrevista con The Independient.
La teoría más delirante sostenía que El vigilante era alguien que había estado viviendo detrás de las paredes o en un espacio dentro de la casa durante años, que había túneles y habitaciones secretas, aunque jamás se descubrió ninguno.
Se contrataron peritos para tratar de descubrir al Vigilante por su manera de escribir, con modismos antiguos, presumiblemente de una persona mayor. Y al final también los propios Braddus quedaron en la mira.
La policía empezó a sospechar que se mandaban las cartas ellos mismos, para hacer un oscuro negocio. Porque Mary y Derek demandaron a Andrea Wood y al agente inmobiliario por una suma millonaria, acusándolos de haberles ocultado la existencia de por lo menos una carta anterior de El Vigilante.
A pura pérdida
La demanda fue rechazada por la Justicia, que tampoco dio lugar a todas las apelaciones de los abogados de los Braddus. Además, Andrea Wood presentó una contrademanda, donde adujo que Derek Y Mary trataban de arruinar su reputación trabajando con los medios.
En cuanto a la venta de la casa, tampoco avanzaba. Lograron alquilarla por un tiempo, a bajo precia, a una familia con hijos jóvenes que no se había tomado en serio la historia. Hasta que El vigilante también les escribió y decidieron irse.
Recién en 2019, Derek y Mary lograron vender la casa. Y lo hicieron a pérdida. Los compradores pagaron menos de un millón de dólares por ella.
Aunque los medios locales los buscaron para entrevistarlos, los nuevos dueños – un matrimonio joven con dos hijos – nunca quisieron hablar.
La verdadera identidad del Vigilante– o, quizás, las de los Vigilantes que se sucedieron por generaciones – al acecho de la casa del 657 Boulevard de Westfield, Nueva Jersey, sigue siendo un misterio que nadie puede resolver.